por Mercedes Orden
Un ¡ay! hecho materia, una exclamación que ha cobrado forma,
eso es el cuerpo del hombre.
E. M. Cioran en Breviario de los vencidos
Elli (Lena Watson) está en la pileta esperando que los dedos se arruguen o sus labios se tornen azules para salir del agua. Ante la ausencia de estas reacciones, la niña queda sumergida boca abajo hasta que Georg (Dominik Warta), su padre, va al rescate. Todos los días afuera, todas las noches despiertos, repite ella desde su voz en off. Algo que su madre no permitiría, pero ella «no tiene que saberlo todo», dice Elli, también repitiendo, como si el discurso de su padre se le atravesara y no fuera ella quien dice, si no el hombre. Hecho que resulta llamativo desde el comienzo ya que, a medida que la trama avanza, da la sensación que lo que se hace en ausencia de la mujer es mucho más oscuro que las noches sin dormir.
Una amplia casa de clase acomodada comienza a tornarse cada vez más incómoda para quienes nos enfrentamos a esta historia que toma su nombre de la novela homónima de E.M. Cioran. Elli es un androide de diez años donde entre los problemas de haber nacido -o ser creada- está el peso de suplantar a otra persona. Una ausencia que no puede ser aceptada por Georg quien necesita tener cerca una voz que le confirme el hecho de que ella estará con él para siempre. Algo que quizá no se cumpla, ya que en la segunda parte de este relato el androide «renace» junto a otra persona solitaria, una anciana (Dominik Warta) cuyo hermano murió de forma trágica hace sesenta años. Ahora el androide se convierte en Emil. Pero él, al igual que la gente que acompaña, no ha borrado por completo su vida pasada.
Quienes se hayan acercado al cine de Sandra Wollner con su ópera prima The Impossible Picture sabrán que su esfuerzo por interpelar a espectadores y espectadoras desde la incomodidad, no resulta novedoso. Ahora, a través de desnudos de la niña -generados a través de efectos especiales- y las distintas referencias a los abusos sexuales cometidos por el padre, la directora construye una historia que comienza con árboles y ruidos de saltamontes en medio de un entorno natural y se va tornando un panorama cada vez más sórdido y artificial.

El hecho de insinuar la pedofilia a partir de un androide acerca un peligro manifiesto que crece a partir de lo no dicho. Como en su anterior película, lo que se da a entender pero no se expone de forma clara se convierte en una prioridad para Wollner. El lugar del secreto familiar y de la memoria vuelven a construir los cimientos de un relato que asfixia, al igual que el formato cuadrado elegido donde los personajes quedan encerrados, junto a un clima de opresión y poco se puede hacer, salvo intentar escapar de sus realidades. La angustia que transmite la mirada de Elli/Emil es la de la existencia -tan cercana a la obra de Cioran– de ser en tanto sustituto, cuyo motivo de vida es reemplazar una ausencia y convertirse en una especie de prótesis que ayude a sobrellevar el dolor.
La directora logra abrir la polémica siendo consciente de que maneja un arma de doble filo en el planteamiento de su historia. El avance por los terrenos de lo artificial y lo perverso, nos enfrenta a diferentes cuestiones que ayudan a pensar los límites del cine: ¿Cómo nos posicionamos ante estas temáticas? ¿El cine tiene que plantear los abusos sexuales infantiles o hacer como si no existieran? ¿Cómo deberían exhibirse? ¿Y la crítica, cuál es su rol frente a este tipo de films?
Al igual que ocurre con la tecnología, puede pensarse que lo peligroso no son las imágenes creadas sino el destinatario y el contexto de recepción. Las diferentes capas narrativas refieren a abusos sexuales, perversión, pérdida, recuerdos y el peso de lo ominoso en tiempos que se mezclan para mostrarnos la complejidad que puede acercar un cine como el de Wollner, quien toma un riesgo y lo asume con compromiso, resguardando la identidad de la protagonista -a través de una máscara de silicona, peluca y un seudónimo- y comprendiendo, contrario a su película, la urgencia de decir.