por Candelaria Carreño
ARCHIVOS, GEOGRAFÍAS, TRINCHERAS (III)
Dejamos el río, volvimos a la ciudad y sus torres de cemento. Terminó el FICER, pero las películas siguen dentro de quien las mira. Empezamos estas entregas comentando que un festival no empieza en su función inaugural, sino mucho antes. Un equipo de trabajo que piensa y organiza, y sobre todo, plantea una programación para delimitar una perspectiva particular. En el mejor de los casos, esa perspectiva recorre gran parte de las películas propuestas. El FICER es uno de esos casos donde nexos, relaciones, conceptos, traspasan la pantalla para pensarlos y asirlos más allá de las funciones del festival. Recorrimos en estas entregas cuestiones territoriales, paisajes, naturaleza, invocaciones y presencias a través de correntadas que vimos en algunas de sus películas y que nos acompañaron durante los días que pudimos caminar Paraná, y llenarnos de emoción ante salas llenas, encontrarnos con viejos amigos y conocer nuevos, en un año donde la crueldad fue la marca de agua que tiñó los ataques al cine argentino. El FICER como un refugio litoraleño, pero no aislado de la realidad que lo atraviesa, que contó con los espacios para volver a decir, una y otra vez –y todas las veces que consideremos necesarias– que el cine argentino es rico, diverso, federal y que es capaz de narrar nuestras problemáticas y por eso debemos defenderlo. El FICER como una trinchera capaz de producir lazos comunitarios y hacernos pensar con las películas. En esta última entrega de la cobertura, volveremos sobre dos largometrajes de la Sección Oficial, que retoman estas cuestiones, y utilizan el archivo para enraizarse en los territorios que abordan: Senda India (Daniela Seggiaro, 2023) –ganadora del premio Fernando Ayala de la sección, y el premio Ojo de Pez a cargo del voto del público– y Todo Documento de Civilización (Tatiana Mazú González, 2024).
Senda India
Durante las últimas décadas, y al calor de la fiebre del archivo, en Argentina se realizaron documentales ensayísticos que retoman material de archivo familiar. Narrados en primera persona, varían en sus grados de interpelación a la Historia, en mayúscula. En Senda India, la materialidad está dada por la cinta en VHS, pero su enunciación y objetivo abre una perspectiva completamente diferente. Durante la década de 1990, la comunidad wichí Misión Tolaba, del noreste de Salta, toma la cámara y filma material para utilizarlo en instancias judiciales probatorias de un juicio que comienza en 1970, y concluye en su fallo final en 2021, cuando finalmente les conceden la posesión de sus tierras. De todo ese material de archivo cedido por el camarógrafo Miguel Ángel Lorenzo y representantes de la comunidad está compuesto el largometraje, que fue dirigido y guionado por Daniela Seggiaro.
El giro autoral, eminentemente comunitario, repone una genealogía que traza diálogos y lazos con la historia del cine documental argentino. Desde el documental etnográfico de Jorge Prelorán, los trabajos militantes de Raymundo Gleyzer –yendo más atrás, y en dirección opuesta, la mirada positivista cargada de higienismo social en El Último malón (1917) de Alcides Greca – en Senda India es la propia comunidad la que toma la cámara, y registra sus modos de ser y habitar el territorio. Es en la potencia de ese movimiento que el largometraje explora maneras de estar en el mundo, a la vez que realiza un trazado de lucha y resistencia por parte de la comunidad originaria. El tono y la temporalidad que se va construyendo a medida que avanza el documental (y ensayo) desvela los modos del estar siendo de la comunidad. Registros que narran cómo se habita el monte, cuáles son los saberes ancestrales que recogen de la flora, fauna y oficios para justificar ante la ley que son quienes tienen el derecho legítimo de esas tierras. Pero también, porque saben cuidarlas. Al registro cartográfico artesanal que la comunidad realiza, mediante un trabajo de campo exhaustivo para señalar actividades, clasificación botánica, y restos arqueológicos como patrimonio ancestral y también histórico y cultural, se le contraponen las consecuencias oscuras de las carboneras, prueba del extractivismo y el desmonte. Huellas del habitar de la comunidad y su realidad, pero también una mostración probatoria en su calidad de prueba legal, de una y otra cara del arrasamiento del territorio. Sin embargo, se abre un intersticio entre esas dos posibilidades. Como prueba legal, el archivo está cargado de una sensibilidad estética a modo de registro íntimo, que entiende de su lucha y la lleva adelante –como escuchamos a partir de la narración en off del cacique Juan Mendez (Lacuijén)-. Sin embargo, como registro íntimo y social, tiene la potencia capaz de ser prueba para la justicia. Ese espacio entre tiene lugar porque es la propia comunidad la que se narra a sí misma, narración organizada a través de un delicado y sensible guión y montaje que percibe la necesidad de inmiscuirse lo menos posible en esa puesta autoral y comunitaria. Los planos cortos que filman el monte actual con fragmentos escritos que recuperan la historia narrada por la comunidad, serán las licencias a las que recurre Senda India por fuera del material original, junto a los breves planos finales donde vemos al cacique Pedro Tolaba, revisitando las imágenes del largometraje.
El archivo tiene la potencia de enunciarse en su heterogeneidad de temporalidades. Pasado, presente y futuro se amalgaman para hacer decir en el momento de su aparición y visionado. La discursividad anti derechos del actual gobierno se hace dominio legal con decretos recientes que despojan a los originarios de la pertenencia y protección de sus tierras. Senda India, junto con el archivo que sensiblemente recoge, nos habla más que nunca en este tiempo presente. Recolectores y archivistas de la botánica medicinal del monte, la comunidad wichi misión Tolaba, conservó con la misma sabiduría el caudal de imágenes para ofrecer un resguardo a la memoria de la comunidad, y a su vez, potenciar una resistencia a futuro.
Todo documento de civilización
Geografías del territorio, sedimentaciones del trazado urbano. ¿Qué capas de memoria esconde el cemento? En Todo Documento de Civilización, el puntapié inicial es la pregunta por el lugar donde fue visto por última vez Luciano Arruga –asesinado y desaparecido en democracia por la policía bonaerense en 2009; por la fuerza de lucha y militancia de su familia, sus restos fueron restituidos en 2014–. En esa pregunta inicial, imágenes de Google Maps recorren el cruce de avenidas General Paz y Emilio Castro, y devienen en la búsqueda de planos de la construcción original de la avenida que marca una delimitación territorial cargada de sentido, herida del progreso que traza una grieta entre centro y periferia. El trabajo de intervención del archivo descubre sus significaciones a contrapelo. En el entramado urbano de Lomas del Mirador, La Matanza, la cámara recorre las superficies porosas de las paredes del barrio, acertada documentación de una iconografía conurbana que interpela resistencias. Aerosoles sobre una pared recuerdan tiempo y nombre: 6 años sin Luciano. Señalética de la memoria, carteles que traen al presente la violencia de la desaparición, diagramados y colgados con la rusticidad genuina de quienes recuerdan tejiendo urdimbres de lo colectivo en un mundo que cada vez más enaltece la mezquindad de lo individual. Propaganda estatal alumbrada por las luces de autos, sirenas, patrullas. Campañas electorales del peronismo y del macrismo, gastadas por el paso del tiempo, herrumbradas por la insistencia vacía de un Estado pretendidamente omnipotente –cada vez menos benefactor, hace décadas cada vez más y más roto– que reincide en el desplazamiento del trazado geográfico inicial de las avenidas, la delimitación de la frontera que trajo el progreso, sosteniendo la postergación, o directamente la violencia, de quienes lo habitan.
Todo documento de civilización es una película sobre la desaparición forzada en democracia y el asesinato de Luciano Arruga, que retoma las indagaciones experimentales características de la filmografía de la realizadora. Esto permite aristas novedosas para acercarse al hecho que narra. El rostro de Luciano que veremos será el que recuerda la memoria de la calle, ese que todos imaginamos cuando pensamos en él: un rostro de perfil, con visera y media sonrisa, que nos mira casi de costado. Por otro lado, la voz vectora de la película, será la de Mónica Alegre, madre de Luciano que, mediante el relato en off, no aparece en cámara. Solo veremos a Mónica a mediados del largometraje, micrófono en mano, en una manifestación que recuerda a los jóvenes asesinados por la policía, en su faceta de militante social. Su voz en off, en cambio, recuerda no solo el dolor de una madre que perdió a su hijo y las vejaciones burocráticas y judiciales a las que la familia fue sometida, sino también qué imaginaba Luciano. Qué soñaba. Qué leía. Gracias a la biblioteca popular del barrio, fue un ávido lector de los relatos fantásticos de Julio Verne. Luciano imaginaba viajar, conocer el mar, subirse a un globo aerostático y ver el mundo desde arriba. Se abren posibilidades en la propuesta narrativa del largometraje, geografía de la imaginación de otros mundos posibles, que plantea un juego con la ciencia ficción. Ilustraciones de ediciones viejas de los relatos de Verne acompañan el relato de Mónica, y se mezclan con los señalamientos del espacio urbano. Planos que exploran el territorio, archivos que supuran violencia, archivos que permiten imaginar. Temporalidades superpuestas, frente al ángel de la historia –figura benjaminiana ineludible en un film que retoma al autor desde su propio título– que avanza ciego, ruina sobre ruina, dejando atrás el vendaval del progreso, y con ello, subjetividades relegadas a la violencia impuesta. El relato de la madre de Luciano es un relámpago que cala en la sensibilidad del recuerdo, como también en la potencia de la lucha, para recordarnos que cada 24 horas muere un pibe de barrios populares a manos del Estado. Si la película, de manera inteligente, decide dejar por fuera ciertos rostros, incluye otros. Si los rostros no están, puede que responda una decisión que esquiva de manera elocuente la exposición, con toda la potencia que esa palabra tiene en el dispositivo cine. Expuestos o figurantes, sectores sociales que suelen ser filmados acentuando un fetichismo de la marginalidad, del cual el cine pocas veces puede escapar. En el documental ensayo de Mazú González, se esquiva dicha exposición, profundizada por su tenor experimental y por la intención de recuperar el entramado urbano como espacio de sedimentación de memorias y de resistencia. ¿Qué rostros aparecen? Niños y niñas, que hablan a cámara y bailan al ritmo del sonido de la calle, en una parada de colectivo, mientras miran una manifestación y saben: están pidiendo por los juicios, están buscando justicia, recuperan desde sus palabras. Niños y niñas que juegan en una plaza, la cámara repara en ese sector etario, y permite amplificar las preguntas acerca del presente. Como plantea Mónica, “El estado se encarga de que los niños sean así (…). El Estado se encarga de hacernos ignorantes, porque cada vez nos van restringiendo más. Que cada vez tengamos menos: menos estudio, menos acceso, menos recreación, menos vacaciones”. Ante la bronca y la impotencia, la imagen se prende fuego y estalla también en sus capas sonoras.