por Jaimar Marcano*
Estábamos muertos y podíamos respirar.
Paul Celan
Tener miedo podría inmunizarnos ante la nostalgia. Para que eso suceda, habría que narrar sobre -y con- miedo, jugar con el miedo, satirizar con el miedo, entrar en disputa con sus rasgos desafortunados, desmembrarlo en piezas presuntamente funcionales que encofren en un dispositivo global la autonomía suficiente para conversar en pasado-presente-futuro, para almacenar gigabytes de memoria colectiva, para piratearse, desdecirse, historizar o politizar, ocupar los olvidos y, sobretodo, resistir a las ruinas dictatoriales del poder. Haciendo cine podríamos convertir, con suerte y distribución acertada, el miedo en un medio digno ¿Será posible tal allanamiento?.
Con mucho miedo e insomnio 1, Radu Jude (Bucarest, 1977) se convierte en el científico chamánico que prototipa en No esperes demasiado del fin del mundo (2023) un aparato de 163 minutos envenenado con declaraciones ansiosas, psicóticas, antiformalistas, y que alberga múltiples alegorías sobre el devenir de una sociedad que trae a cuestas un flagrante historial político colapsado, el cual derivó en amputaciones de lógicas y libertades sociales produciendo, a su vez, ciudadanos antisistema anhelando seguridad socioeconómica de etiquetas revolucionarias y dosis coherentes de serotonina. Todo parece demasiado malo para ser mentira.
En su primer uso de atinada sobremodernidad, el largometraje opera como un arca navegando el diluvio de la ficción hacia embistes documentales sin tensión alguna, calibrando verticalidad y horizontalidad desde Tik Tok, Zoom o un Windows sin licencia de uso, utilizando material de archivo con proeza, y recibiendo ocasionales relámpagos de otros residuos históricos, como la aparición de su casi homóloga y connacional Angela moves on (1981). La película, o mejor, las dos y más películas -pues, en una función autoral nada arbitraria, se compone por una una sección A y B- está contaminada de anticuerpos para esquivar el efectismo Hollywoodense y propone una discursiva digestión de la metrópolis rumana con una transparente mirada Deleuziana, donde coincide «una imagen-movimiento, que se divide en imagen-percepción, imagen-afección e imagen-acción»2 . Su director demuestra una predilección por el audaz barroquismo y la cinefilia puesta al servicio de lo cuestionable, lo ideológico, lo reflexivo, y la anomia social enraizada en sociedades con traumas autoritaristas, a las que no habría que consolar con fábulas resilientes y consumistas sino, en casos de disponer de honradez suficiente, ofrecerles películas/máquinas/aparatos que conjuguen un espacio donde nuestras inquietudes, rebeliones, y otros oscurantismos se vean y se oigan durante ese poquísimo -y cada vez más reducido- tiempo que la sala permanece tranquila.
Jude ostenta su artesanía punk y abre los primeros segundos del largometraje con unos créditos que establecen la cualidad de su técnica fílmica: si puede hacerlo, hágalo usted mismo. En su primer instinto de comedia, nos regala un haiku de Yosa Buson3 , sabiendo que los próximos actos son todo menos sucintos, y tomando en cuenta que su película comparte más cualidades con una obra literaria de otro compatriota provocador, E. M Cioran (Rasinari, 1911), a quien quizás le despertaría ternura -o un acostumbrado desprecio- saber de este retrato gozoso del mundo que vivimos. En sus términos y condiciones, pero con el mismo virtuosismo abundante, No esperes… es un breviario de podredumbre que condensa las pesadillas de los amores y soledades líquidas, exhorta el sarcasmo sublime, y denuncia lúdicamente los espejismos estructurales que soportamos. Con menos pesimismo y la misma lucidez grosera, Radu Jude es nuestro Cioran infiltrado en el cine actual, un espía de lo hipermoderno. Al igual que como sucede con el filósofo, Jude unge sus preceptos en el humor y sus destellos; es en el humor donde el director consigue una redención desbordada para su verborrea cinematográfica indagando en la sátira, la ironía y la parodia; porque siempre que haya miedo y humor estaremos a salvo del abismo nostálgico, o porque la inteligencia superficial todavía no tiene prompts suficientes para encontrar algo que hacer con lo absurdo.
Haciendo uso de la ruptura paródica, existe en la filmografía de Jude una vocación por el desdoblamiento y lo intertextual; en su orquestación, las historias coexisten en formas ensayísticas, experimentales, sociohistóricas y justificaciones propias de un civil que soportó en la infancia el yugo mediático de la propaganda comunista, y hoy quiere resarcirse de ese pasado hablando de cuanto quiera y citando lo que quiera de modos tan logrados como inesperados. Son esos atributos, bastante simples y nada discretos, que conllevan a pensar en el cine de Jude como un gesto de la metaficción democrática. Democrática, no cómica; democrática, no paródica; aunque la libertad y lo democrático sea tan irreconocible que haya que hiperbolizar y ubicarlo en uno o varios chistes. Para uniformizar esta definición, Sasa Markus, hace una revisión de dicho recurso en el marco posmoderno: «la mayoría de las estrategias retóricas investigadas son de tipo cómico, mientras el debate actual está generado, justamente, a base de intentos por cuestionar o relativizar la importancia del aspecto mofador de la parodia. La (in)necesaria referencia a lo cómico en la definición de la parodia es el problema que se transforma en el punto más polémico entre los investigadores actuales y que hace que sus ideas sean mutuamente excluyentes, difíciles de aplicar simultáneamente en un análisis de la práctica artística. Aunque, al mismo tiempo, los conceptos contemporáneos prestan una importancia desigual a la elaboración del tipo de relación entre los textos parodiado y parodiante, lo que, en cierta forma, facilita la elección de las ideas a emplear en el cine posmoderno».4

Nadie le pidió a Jude hacer Barbie, pero lo hizo. Angela, protagonista, conductora literal y simbólica de la historia, no es lo que quiere ser y quizás nunca lo sea, sino lo que puede ser; sus diversos estados de incertidumbre son el acercamiento más fidedigno a la barbieficación de una ciudadana promedio; su nitidez, por otra parte, está fuera de esa rugosidad en la que la dirección fotográfica nos demuestra en el plano. Angela es tan impúdica como serena; el personaje ofrece una tenacidad en los diálogos con la convincente voz de Ilica Manolache. Su espíritu le aporta una luminosidad polifónica a la película y la convierte en la encarnación de una musa neorrealista, reina del tráfico y de la hostil Bucarestlandia, apropiada de su uglycore y directora de su mumblecore cotidiano. Tal vez por una excesiva identificación ciudadana con Jude quien, separando las kilométricas distancias territoriales, sentiría que ha escrito un memorial propio para la nueva venezolanidad -la que hemos vivido la generación del 90 hasta hoy, al menos-; tal vez por un celo generacional que se afinca en la llaga de quienes sobrevivimos a las promesas sobre el bidet de la fantasía socialista y resistimos diariamente los embates del capitalismo tardío, Angela es una heroína personal, una amiga cercana con quien comparto, además de ciertos misterios borrascosos en el terreno profesional, una profunda relación de cinismo imperturbable para sobrellevar la calamidad de lo que no fue versus lo que ya no será. En Venezuela; es un trabajo de aplomo diario eludir cualquier tentación por la romantización de un presente melancólico, en la Rumania de Angela, las heridas desencadenan una movilidad insólita para el personaje que Radu Jude y la actriz logran construir desde su yo y un superyó chabacano, fiel espectro, también, de los personajes corruptos y ministeriales con quienes lidiamos en el paisaje social del momento.
A lo largo del film, Angela congrega en un mismo cuerpo lo repulsivo y lo admirable, lo sensato y lo incoherente. Se compromete con sus quehaceres laborales y familiares, sabe que no ganará la batalla y le entrega su miedo al único recurso al que puede acceder sin dinero: una aplicación móvil con un filtro que recopilará y venderá sus datos, eventualmente. La protagonista, con la musculatura de un sísifo millenial, comprueba su voluntad para ganarse el salario que necesita a toda costa y revela cierta clave de resistencia, como la que describe Cioran en su breviario, diciendo «avanzamos en el suplicio de los días, es porque nada detiene esta marcha excepto nuestros dolores; los de los otros nos parecen explicables y susceptibles de ser superados: creemos que sufren porque no tienen suficiente voluntad, valor o lucidez. Cada sufrimiento, salvo el nuestro, nos parece legítima o ridículamente inteligible; sin lo cual, el luto sería la única constante en la versatilidad de nuestros sentimientos. Pero no llevamos luto más que por nosotros mismos»5 . Suponemos, en ese orden de ideas, que la salvación de Angela y de los muchos personajes testigos de la opresión sólo podrían avanzar mediante la individuación de sus dolores, o el examen quirúrgico de sus propias agonías. Sin poder refutar alguna sentencia, por ahora, quiero concentrarme en cómo No esperes demasiado del fin del mundo mapea en un dulce y entusiasta contraste los rostros, calles, y relaciones anormales de quienes lograron resistir luego de la destrucción absoluta, y cómo encuentran en esa historicidad del miedo una dignidad antinostálgica en blanco y negro, una que ofrece la solución menos costosa para la precariedad ocasionada por las promesas políticas.
En otro claro suspiro de Jude, respondiendo en una entrevista, se cuestiona “las cosas malas durante la dictadura fueron a causa de la dictadura. El final de la dictadura trajo libertades políticas básicas que son enormemente importantes para existir. Pero cuando las cosas siguen yendo horriblemente mal ahora, ¿Quién tiene la culpa? (…) ¿Significa esto que la dictadura era mejor? No, por supuesto que no. Pero la pregunta es: ¿por qué continuó la destrucción una vez desaparecida la dictadura?.”. En mi país, en varios países, y en Latinoamérica, responder a quiénes tienen la culpa puede traernos consecuencias inenarrables o hinchar un resentimiento que no encauce jamás una saludable transición en el proceso de perdón. Pero no contribuir a la destrucción sucesiva, a la estirpe institucionalizada del olvido ratificada por el poder, es un trabajo de orden místico que pensaría el cine puede preservar, construir, hackear sin discreción. Porque hacer cine es, entre otras cosas, tener un miedo que sabe renovarse a sí mismo, que nos inmuniza para la nostalgia, para la sensación apocalíptica del fracaso, para las cosas que van horriblemente mal y buscar maneras de que puedan salir horriblemente bien encuadradas, bien post producidas, bien empacadas para los fines comunes de un artefacto que pueda archivar nuestros pesares y felicidades. Mientras tanto, desde donde escribo, ya vivo en el fin del mundo y no espero demasiado; estamos muertos, pero podemos respirar.
- “Llegué a sentir tanto miedo que estuve al borde de detener el rodaje”. Radu Jude en entrevista para Rolling Stone. ↩︎
- Deleuze, G. (2003). Dos regímenes de locos (Textos y entrevistas 1975-1995). Editorial Pre-textos. ↩︎
- Maestro del Haiku y pintor japonés, a cuyos haikus Radu Jude recurre nuevamente utilizando textos escritos en su documental experimental Sleep #2 (2024), una grabación de archivo y material webcam de diversos momentos en la tumba de Andy Warhol. ↩︎
- Markus, S. (2011). La parodia en el cine posmoderno. Universitat Oberta de Catalunya. ↩︎
- 5 Cioran, E. M. (2014). Breviario de podredumbre. Editorial Taurus
. ↩︎
*Jaimar Marcano es productora y gestora cultural afrovenezolana. Poemas, crónicas y textos suyos han sido publicados y reseñados en diversas publicaciones.