¿QUÉ CAPAS DE MEMORIA ESCONDE EL CEMENTO?: SOBRE «TODO DOCUMENTO DE CIVILIZACIÓN» (TATIANA MAZÚ GONZÁLEZ)

por Candelaria Carreño

Geografías del territorio, sedimentaciones del trazado urbano. ¿Qué capas de memoria esconde el cemento? En Todo Documento de Civilización, el puntapié inicial es la  pregunta por el lugar donde fue visto por última vez Luciano Arruga –asesinado y desaparecido en democracia por la policía bonaerense en 2009; gracias a la fuerza de lucha y militancia de su familia, sus restos fueron restituidos en 2014–. En esa pregunta inicial, imágenes de Google Maps recorren el cruce de avenidas General Paz y Emilio Castro, y devienen en la búsqueda de planos de la construcción original de la avenida que marca una delimitación territorial cargada de sentido, herida del progreso que traza una grieta entre centro y periferia. El trabajo de intervención del archivo descubre sus significaciones a contrapelo. En el entramado urbano de Lomas del Mirador, La Matanza, la cámara recorre las superficies porosas de las paredes del barrio, acertada documentación de una iconografía conurbana que interpela resistencias. Pinturas en aerosol sobre una pared recuerdan tiempo y nombre: 6 años sin Luciano. Señalética de la memoria, carteles que traen al presente la violencia de la desaparición, diagramados y colgados con la rusticidad genuina de quienes recuerdan tejiendo urdimbres de lo colectivo en un mundo que cada vez más enaltece la mezquindad de lo individual. Propaganda estatal alumbrada por las luces de autos, sirenas, patrullas. Campañas electorales del peronismo y del macrismo, gastadas por el paso del tiempo, herrumbradas por la insistencia vacía de un Estado pretendidamente omnipotente –cada vez menos benefactor, hace décadas cada vez más y más roto–  que reincide en el desplazamiento del trazado geográfico inicial de las avenidas, la delimitación de la frontera que trajo el progreso, sosteniendo la postergación, o directamente la violencia, de quienes lo habitan. 

 
Todo documento de civilización es una película sobre la desaparición forzada en democracia y el asesinato de Luciano Arruga, que retoma las indagaciones experimentales características de la filmografía de la realizadora. Esto permite aristas novedosas para acercarse al hecho que narra. El rostro de Luciano que veremos será el que recuerda la memoria de la calle, ese que imaginamos cuando pensamos en él: un rostro de perfil, con visera y media sonrisa, que nos mira casi de costado. Por otro lado, la voz vectora de la película será la de Mónica Alegre, madre de Luciano que, mediante el relato en off, no aparece en cámara. Solo veremos a Mónica a mediados del largometraje, micrófono en mano, en una manifestación que recuerda a los jóvenes asesinados por la policía, engrandecida por la bravura que desprende su faceta de militante social. Su voz en off, en cambio, más íntima, recuerda no solo el dolor de una madre que perdió a su hijo y las vejaciones burocráticas y judiciales a las que la familia fue sometida, sino también qué imaginaba Luciano. Qué soñaba. Qué leía. Gracias a la biblioteca popular del barrio, fue un ávido lector de los relatos fantásticos de Julio Verne. Luciano imaginaba viajar, conocer el mar, subirse a un globo aerostático y ver el mundo desde arriba. Se abren posibilidades en la propuesta narrativa del largometraje, geografía de la imaginación de otros mundos posibles, que plantea un juego con la ciencia ficción. Ilustraciones de ediciones viejas de los relatos de Verne acompañan el relato de Mónica, y se mezclan con los señalamientos del espacio urbano. Planos que exploran el territorio, archivos que supuran violencia, archivos que permiten imaginar. Temporalidades superpuestas, frente al ángel de la historia –figura benjaminiana ineludible en un film que retoma al autor desde su propio título– que avanza ciego, ruina sobre ruina, dejando atrás el vendaval del progreso, y con ello, subjetividades relegadas a la violencia impuesta. El relato de la madre de Luciano es un relámpago que cala en la sensibilidad del recuerdo, como también en la potencia de la lucha, para recordarnos que cada 24 horas muere un pibe de barrios populares a manos del Estado. 

  Si la película, de manera inteligente, decide dejar por fuera ciertos rostros, incluye otros. Si los rostros no están, puede que responda una decisión que esquiva de manera elocuente la exposición, con toda la potencia que esa palabra tiene en el dispositivo cine. Expuestos o figurantes, sectores sociales que suelen ser filmados acentuando un fetichismo de la marginalidad, del cual el cine pocas veces puede escapar. En el documental ensayo de Mazú González, se esquiva dicha exposición, profundizada por su tenor experimental y por la intención de recuperar el entramado urbano como espacio de sedimentación de memorias y de resistencia. ¿Qué rostros aparecen? Niños y niñas, que hablan a cámara y bailan al ritmo del sonido de la calle, en una parada de colectivo, mientras miran una manifestación y saben: están pidiendo por los juicios, están buscando justicia, recuperan desde sus palabras. Niños y niñas que juegan en una plaza, la cámara repara en ese sector etario, y permite amplificar las preguntas acerca del presente. Como plantea Mónica, “El estado se encarga de que los niños sean así (…). El Estado se encarga de hacernos ignorantes, porque cada vez nos van restringiendo más. Que cada vez tengamos menos: menos estudio, menos acceso, menos recreación, menos vacaciones”. El largometraje opera en dos sentidos, apelando a una reflexión sobre la realidad de infancias en las cuales su estado de vulnerabilidad y exposición a las violencias de los territorios se acentúan con el paso del tiempo, pero también las encuentra intérpretes y críticas de lo que sucede en las calles cuando está el reclamo de justicia, encontrando así breves intersticios de luz entre las grietas del cemento, aventurando aquello que Benjamin plantea en su Programa de un teatro infantil proletario: en la señal secreta de lo venidero que se revela en el gesto infantil, reside, quizás, lo verdaderamente revolucionario. 

  La película de Mazú González – se podría extender a la filmografía del Colectivo Antes Muerto Cine, del cual la directora forma parte– asume un entramado estético y político específico, que permite filosas preguntas sobre las maneras de abordar problemáticas sociales en el cine contemporáneo, a partir de su tratativa formal. En los planos de Todo documento de civilización podemos encontrar algunas respuestas: una forma autoconsciente y rigurosa que asume con valentía el lugar de enunciación desde el cual se erige, sin por eso desdeñar la afectación sensible, ni mucho menos la reflexión política. Ante la bronca y la impotencia, la imagen se prende fuego y estalla también en sus capas sonoras.

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