por Belén Borelli
Un sol tremendo tiñó el agua del Río Callecalle de color plateado en mi tercer día en el FICValdivia. Un festival en la Patagonia chilena puede resultar más similar de lo que uno creería si se lo compara con el de Mar del Plata. Hace calor durante el día, se pone muy fresco por la noche, y es ideal llevarse algo por si llueve. Ya con esta idea en la cabeza, me preparé sabiendo que iba a ser un día que correría mucho de función en función.
La mitad de un festival es un momento clave. Ya todos los cinéfilos aprendieron trucos para llegar de una sala a la otra, intentar negociar entrar a las proyecciones que ya están llenas, su dieta alimenticia se repite, y empiezan a resignar aquellos films que no van a poder ver. Esto último puede ser algo que desmotive, pero creo que está bien no llegar a ver todo lo que uno quiere en un festival de cine. En una época en la que está tan de moda haber leído libros y haber visto películas en vez de transitar el acto en sí, qué importante que es entender que uno como cinéfilo es lo suficiente mortal como para no llegar a tachar todos esos films de la lista. Un verdadero ejercicio que ejercita la humildad, si así se le puede decir. No importa tanto la cantidad, si no lo que lo visionado nos despierta a cada uno. ¿Qué tan distintos somos después de ver una película?
El tercer día en el FICValdivia estuvo repleto de cerveza de miel y cafés de especialidad
que maridaron a la perfección con películas sobre vínculos y familias, sus conflictos
alrededor, e historias en las que el cine es uno de los personajes más importantes.
Merrily we go to hell
Pienso que Dorothy Arzner es una realizadora de la que no se habla lo suficiente. Un ciclo que se realizó en la Sala Leopoldo Lugones en marzo de 2022 hizo que la conociera con Dance, Girl, Dance (1940), una película magnífica sobre bailarinas, triángulos amorosos y relaciones de poder y competencia en el ámbito artístico. Este año, el catálogo del FICValdivia incluyó una sección dedicada a ella. No dudé en ver Merrily we go to hell (1932), de la época pre-code que tenía pendiente. Ésta fue la primera que vi en el Cineclub de la Universidad Austral de Chile.
Mientras Estados Unidos se recuperaba de la Gran Depresión, el contexto social ya sentaba las bases para el Codigo Hays. Un poco antes de la censura en la industria cinematográfica, este film denota los excesos y la angustia después de la fiesta: Jerry (Fredric March) y Joan (Sylvia Sidney) viven un melodrama devastador que refleja cómo los americanos hicieron lo imposible para sobrevivir a esta etapa.
Él es periodista y desea publicar sus escritos para convertirse en un artista, aunque su fragilidad y vulnerabilidad atentan contra eso. Por eso, vuelca todos sus sueños y frustraciones en el alcohol. Él es un verdadero desastre que busca ser salvado. Ella, toda dulce, tierna y alejada del estereotipo de la femme fatale, parece ser el ángel guardián que lo hará escapar del infierno. Sin embargo, en esta historia nadie queda excluido de hacer un pacto con el diablo. Se puede decir que es Jerry el personaje más problemático de la historia, aunque las actitudes de Joan no se quedan atrás. Ella es una persona que no puede estar sola y acepta injusticias en vez de pararse frente a lo que atenta contra ella. En ese sentido, ninguno de los dos le escapa al caos. Son dos personas vulnerables que buscan un atisbo de esperanza en ese mundo arrollador y desesperanzado. Ella en el matrimonio, y él en el éxito profesional.
Entre infidelidades, excesos y relaciones abiertas que demuestran la “modernidad” de la época, Merrily we go to hell es una película sobre la destrucción de los sueños como consecuencia de la Gran Depresión, y una sobre cómo a veces una pareja que intenta salvarse a toda costa se termina hundiendo más y más en el infierno.
La Corazonada
Después de ver Antitropical de Camila José Donoso, la primera película chilena que vi en el
festival, La Corazonada apareció haciéndole honor a su nombre. No era una de mis opciones, no sabía de qué se trataba, pero algo me decía que tenía que estar ahí. Además, no fue menor el hecho de que el clima en el FICValdivia acompañaba con una Aula Magna de la Universidad Austral de Chile repleta de gente que sabía que tenía que estar presente. Una verdadera corazonada cinéfila.
El film de Diego Soto no se aleja mucho de este aspecto. No solo es uno sobre intuiciones y
presentimientos sobre el amor, sino también sobre los que surgen al hacer cine. Y con ellos, cómo inevitablemente nacen los conflictos.
Entre risas y un humor metaficticio, en La Corazonada se ponen en juego los límites entre lo real y lo no real cuando un meet-cute frustrado entre Nieves y un motociclista termina desembocando en el rodaje de una película. Allí, la línea que separa la ficción de la no ficción hará que ambos se pongan en la piel de una pareja. Lo que no puede ser en la vida real, sí puede en el film. En ese sentido, Soto construye una radiografía que expone las escenas de una pareja que recién se conoce con esa mezcla de timidez, torpeza y convicción tan característica de dos personas que saben que terminarán juntas. Un amor que en la superficie parece que no va a poder ser, pero que dentro suyo carga con un presentimiento que marcará el único destino posible.
Por momentos, la historia coquetea con los personajes de Eric Rohmer y de Martín Rejtman que retratan de una forma sensible pero realista la catástrofe hermosa que puede ser relacionarse con el otro. Asimismo, La Corazonada también funciona como un ejercicio para todos los que amamos las películas y tenemos esa fantasía de hacer un film sobre cine. En ese sentido, es inevitable pensar en A través de los olivos (1994) de Abbas Kiarostami, aquella historia sobre un amor en medio de un rodaje que trasciende la ficción.
Entonces, ¿qué tienen en común el acto de enamorarse y de rodar un film? Capaz es la obsesión por perseguir ese ideal perfecto: el mejor beso, la mejor toma, el plano más hermoso y el diálogo más sensible. No obstante, los vínculos y el detrás de escena de un rodaje distan de esa perfección imposible. Hay conflictos, hay discusiones y hay momentos en los que quizás nada tenga sentido. Sin embargo, el norte es claro y nunca hay que perderlo de vista: hacer de nuestra película una que valga la pena ser vista. Si hay algo que nos deja en claro La Corazonada es que tanto después del amor, como de estar en búsqueda de la película perfecta, difícilmente uno sea la misma persona, y así debería ser.
Romería
Si el trabajo anterior de Carla Simón, Alcarràs (2022), no me encantó tanto como hubiese querido, con Romería, por suerte, pasó todo lo contrario el viernes por la noche en el Teatro Cochrane.
Como si estuviera inspirada en «Ojos de Video Tape» de Charly Garcia, en esta oportunidad la directora española cierra la trilogía que inició con Verano 1993 (2017) y sigue ahondando en un pasado familiar marcado por las adicciones y el sida.
En Romería, la joven Marina viaja a la ciudad de Vigo para reconectar con la familia de su padre fallecido y poder responder las preguntas que siempre estuvieron inconclusas. Para eso, una handycam la acompaña a todos lados junto con las distintas entradas del diario íntimo de su madre, que también murió de forma similar. Todos esos pasajes escritos en puño y letra son lo único que la atan a la protagonista a esa película velada que representa su pasado. Sin embargo, la lucha por conocer la vida de sus padres se presenta con muchos muros difíciles de derribar. Mientras la aspirante a cineasta persigue las huellas para poder reconocer su árbol genealógico, su familia paterna no parece querer hacer el mismo recorrido.
En ese sentido, también es una película sobre cine: una suerte de documental que retrata a una familia golpeada y derrotada que se niega a volver a leer la historia por prejuicios y por el miedo a afrontar una herida que, claramente, sigue abierta. La cámara de Simón–y de la joven Marina– registra a una familia de la clase alta del postfranquismo que escondió debajo la cama la tragedia de perder a un hijo en manos de las adiciones y del sida, y cómo esa misma capacidad de negar la realidad repercute hasta el presente. La cineasta lo hace de manera sensible y enigmática: el espectador tiene la misma información que la protagonista al principio, y a medida que transcurre la historia todas las piezas del rompecabezas encajan.
Romería podría ubicarse en el mismo lugar que reposa Aftersun (2022) de Charlotte Wells, aunque en este caso el film de Simón se ejecuta de una forma más afortunada que la versión protagonizada por Paul Mescal y Frankie Corio. Acá la historia fluye más naturalmente, y no se vuelve tan densa como puede sí ocurrir con el trabajo de Wells. La película también coquetea con el coming of age. Marina no solo intenta reconstruir la vida de sus padres, sino que en ese proceso también busca entenderse a ella misma, y conocer aquellas partes que aún no sabe que tiene para poder vislumbrar un futuro posible. La protagonista es clara en lo que busca. Ella señala a su familia, a su pasado y al espectador y le pregunta: “¿No ves que espero resucitar mientras miras esos ojos de video tape?».