RESONANCIAS DE LO POPULAR. NOTAS SOBRE «EL JOCKEY» (LUIS ORTEGA, 2024)

4–7 minutos

por Belén Paladino

El cine de Luis Ortega siempre se ha interesado por los márgenes, excluidos por decisión propia o por un sistema devorador sus personajes están al margen de la lógica que impone el mercado, deambulan por los límites habilitando otro tipo de tránsito donde lo familiar se tornará extraño. 

Podrá resultar sorprendente que una película con la escala de producción y el virtuosismo técnico como El jockey sea capaz de retratar la diversidad que constituye un pueblo, demorarse en algunas de sus costumbres, expresiones culturales y religiosidad. Porque la masividad no necesariamente garantiza un fiel registro de lo popular– más bien suele ocurrir lo contrario- aunque podamos colocar como antecedente luminoso la obra de Leonardo Favio, específicamente sus películas de la década del 70. Ortega sin grandes subrayados, alejado incluso de un discurso de denuncia introduce como destellos postales de una ciudad que resulta invisible para las miradas de oficinistas y comerciantes que transitan el centro porteño de 9 a 18 hs. 

I.

El jockey presenta diversas líneas, pero en esta oportunidad nos gustaría demorarnos en una de ellas: luego de un accidente en la pista, el exitoso jockey Remo Manfredini- en plena decadencia- despierta en una sala común de un hospital público. Se sabe buscado por su jefe Sirena dueño de caballos que no dudará en utilizar la violencia y escapa del hospital con la cabeza vendada en una suerte de turbante, envuelto en el abrigo de piel y con la cartera de la señora que agoniza en la cama contigua. Remo dejará de ser Remo, pero no se trata únicamente de un disfraz sino un modo de recuperar su antigua piel. Su amigo -aquel capaz de proveer tanto drogas como armas- la encuentra hermosa y llama Princesa. 

En su deambular por las calles céntricas de la ciudad, Princesa vislumbrará la dura vida de quienes están condenados a habitar las calles: un hombre que con gesto amoroso tapa a su pareja en una cama improvisada debajo de un techito de plástico, una mujer en situación de calle que enumera todo tipo de enfermedades, una familia que ha instalado su living delante de un garage. La vida diurna de la ciudad da paso a la nocturna, donde parecen evidenciarse las mayores desigualdades. Princesa pasará su primera noche a la intemperie, un pasillo de la línea A de subterráneo parece transportarla hasta aquel pasillo que conduce a los jockeys de los vestuarios a la pista. Allí, revisará la cartera y encontrará una cajita de maquillaje, su nueva piel será decorada por brillos de colores. Es entrada la noche, es momento de encontrar un lugar donde dormir, Princesa lo hará sobre una escalera mecánica del subte que por la mañana se accionará y la conducirá a lo alto del andén, los transeúntes la esquivarán para no interrumpir su camino ni por un momento.

Princesa recorre farmacias y descubre que su peso es igual a 0, mientras que antes de cada competencia la balanza marcaba 60 kilos. Tal vez lo que esté desapareciendo es aquella vida en el hipódromo y el cuerpo de Remo Manfredini. Ante esa latencia, ante el peligro de la desaparición, la cámara de Ortega parece registrar un mundo que lejos de desaparecer- la desigualdad es cada vez mayor- sí está en peligro su representación. Aquellas postales son las que se procura que no ingresen en el cine mainstream. Al fin y al cabo- aunque se persiga el realismo- lo que se busca es debilitar el lazo que une al cine con el mundo. 

Y es aquí donde puede intuirse un deseo casi documental, un deseo de dejar registro de alguna huella del amplio espectro que constituye lo popular, un deseo de volverse memoria de aquellas vidas: “Hay que entender que los pueblos son sobrevivientes en dos sentidos diferentes, pero sin dudas complementarios: sobreviven por su sobrevida, es decir, su plasticidad, su capacidad de resistir a las destrucciones que los amenazan a perpetuidad; pero también sobreviven por sus supervivencias que constituyen, por así decirlo, la fuerza intrínseca- material y corporal- de su memoria” (p.126, 127)1.

II.

Ortega explora el reverso de aquel mundo inicial del hipódromo atravesado por el lujo y el dinero. Despachos, elegantes tribunas y restaurantes de la superficie contrastan con las profundidades del hipódromo, sus pasadizos, vestuarios y altares. La desigualdad se hace evidente entre quienes son los dueños de los caballos- y en gran medida de los hombres y mujeres que los cabalgan- y los jockeys, en su mayoría de origen popular. 

Pero entre estos dos mundos, Ortega presenta uno aún más sórdido, el de las calles oscuras, tristes pensiones y bares donde al juego y el delito no es necesario enunciarlo en voz baja. Un espacio donde el abanico de personajes se amplía y diversifica y retrata rostros que no suelen ser incluidos en el cine, pero que habitan el territorio nacional, como el encantador grupo de hermanitxs que creen, o desean, que Princesa sea su mamá.

Más que proponer una división tajante entre mundos, Ortega parece más interesado en explorar una suerte de pasaje entre ellos, será Remo/Princesa -y más tarde Dolores- quién posibilitará este tránsito. En ese sentido, la inclusión de pasajes que se acercan a lo inexplicable -a aquello que escapa las lógicas de la razón- forman parte de esta suerte de tránsito entre lo posible y lo imposible y creará un mundo en el que no hay distinción entre aquellos términos. Lo mismo ocurre con la dimensión que posibilita lo queer, la fluidez entre la identidad masculina y la femenina. El mundo que propone El jockey se aleja de las categorías fijas -aunque de ellas parta, como el trabajo sobre ciertos géneros cinematográficos-, se torna fluctuante, propenso a las transformaciones y a las aperturas de nuevas derivas, formas de mostrar y de decir, pero con una persistencia en la representación de lo popular, en el registro de sus sonidos, expresiones y colores. A partir de allí parece pensar su cine Ortega, un cine que retrata un mundo constituido por lo diverso, por lo anacrónico, por distintas capas temporales, culturales e históricas. Si pudiéramos resumir con una imagen del propio Ortega esta mixtura, tal vez la imagen más precisa para hacerlo sea cuando al vaciar la cartera de Princesa caen cartas, colillas de cigarrillos, un transportador, un arma e incluso un pez que, a pesar de todo, continúa intentando sobrevivir fuera de su hábitat.


  1.  Didi-Huberman, G. (2014) Pueblos expuestos, pueblos figurantes. Buenos Aires: Manantial. ↩︎

Deja un comentario