por Candelaria Carreño
Con el río Paraná de fondo, las sedes principales de FICER miran de frente al río. Caminar por las calles de la ciudad, curvas, zigzagueantes, arboladas, en el trayecto del alojamiento a las sedes principales, hace pensar en el paisaje. Un festival de provincia: una de las actividades especiales del FICER moderada por el crítico Luciano Monteagudo, convocó a diferentes programadores y organizadores de Festivales que se corren del canon establecido del circuito festivalero. Excepto el más lejano en términos geográficos, el Festifreak que sucede en la Plata, el resto de los espacios convocados mantienen la delimitación geográfica como frontera de encuentro: Festiplay Festival Experimental de cine y Videoarte, ASUFICC, Beija Flor. Las palabras resistencia, persistencia, corazón y pulmón rondaron las reflexiones de los diferentes participantes, una tracción a sangre para espacios alternativos de distribución y proyección de películas, enraizados también en los territorios que habitan, pensando en el lazo de la comunidad en donde se emplazan y respondiendo a la pregunta: ¿para qué un festival de cine?. La importancia en la formación –más bien acompañamiento de un público como señalaron en la charla para correrse de una autoridad verticalista– en sus propias comunidades, terminan planteando alternativas que se corren de los espacios hegemónicos y centralizados de proyección, que responde no solo al actual estado de desfinanciamiento, sino también el vaciamiento de una propuesta genuina y direccionada en las programaciones o miradas acerca de lo que se quiere mostrar. Espacios que tienden puentes y lazos entre sí, corriéndose de la carrera competitiva de premieres y exclusividades características del circuito más bien canónico de circulación y distribución de películas. Quizás, en un contexto de desfinanciamiento, por qué no pensar en la lógica de corrimiento del canon para empezar a poner el ojo y el cuerpo en propuestas del interior del país, que cobran cada vez más fuerza y notoriedad.

Mirar de frente al río y encontrarlo también en las imágenes proyectadas. La pregnancia en la retina para quienes somos espectadores, retazos de los festivales que siguen rondando tiempo después y vuelven a activarse en el encuentro de otros paisajes fílmicos y sonoros, en la casi inevitable invocación que ofrecen las imágenes. Invocaciones, presencias y correntadas. En Los Ríos, Gustavo Fontán se pregunta cómo recuerda un río. ¿Cómo puede representarse el territorio? ¿Cómo se relacionan representación y naturaleza?. La memoria de un río que habla, deja marcas y trae en su corriente, figuras fantasmáticas que asedian con sus preguntas. Registros poéticos e interrelación de lenguajes y texturas, la animalidad enfrentada a la naturaleza: el gesto de un pájaro golpeando contra un vidrio, un perro intentando una y otra vez subir un terraplén para seguir una presencia, gestos que recuerdan a las insistencias perseverantes de la memoria, y que aparecen como leves elementos estructurales en un film que desborda poesía y se aleja de las narrativas tradicionales.
De invocaciones y presencias –como aquella que trajo a Tilda Thamar en la voz de Elda durante la jornada de apertura–, ríos y poesía el foco dedicado a Marylin Contardi trajo la figura de Juan L. Ortiz. La reciente creación de la cinemateca provincial permitió la proyección de cuatro cortometrajes, los primeros trabajos documentales de la cineasta, educadora y poeta santafesina: Jardín de infantes (1964), La vieja ciudad (1970), Un film sobre Juan L. Ortiz (1971), Zenón Pereyra, un pueblo de la colonización (1991). La proyección del material recuperado en formato de 16 mm, estuvo a cargo de Fernando Martín Peña. que también fue parte del proceso de restauración.
Estudiante y egresada del Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral, y una de las creadoras de los Talleres de Cine de la UNL en 1985, los cortometrajes de Contardi van tierra y mirada adentro. La voz de Juan L. Ortíz y sus reflexiones alrededor del lenguaje y la poesía, en Un film sobre Juan L. Ortiz, quedaron resonando en la sala, en especial la escena final del cortometraje, un plano general donde vemos el andar desgarbado del poeta, caminando como si no tocara el suelo, en un parque con árboles y curvas, parecidos a los que se caminan actualmente para ir entre sala y sala. La realizadora filma con la misma franqueza y dulzura al poeta, como al pueblo de su infancia. El registro oral de los habitantes de Zenón Pereyra, pueblo natal de Contardi, es el eje central de Zenón Pereyra, un pueblo de la colonización. La cámara se pone a disposición y escucha atenta al relato de los habitantes del lugar, en una conmemoración y recuperación de la historia oral de un pueblo que en algún momento respiró gracias a las vías del tren. Contardi vuelve a su paisaje de la infancia, filma su territorio a través de pausados travellings, como si no le alcanzara el ojo de la cámara para resguardar lo que habita en el horizonte santafesino.

Invocaciones, presencias, correntadas. ¿Cómo puede representarse el territorio? ¿Cómo se relacionan representación y naturaleza? Esa pregunta atraviesa –entre muchas otras– el largometraje Los espejos de la naturaleza (Gabriel Zaragoza, 2024) que conforma la sección Panorama Entrerriano. El largometraje parte de una premisa: registrar el proceso de producción de una instalación del artista musical Ernesto Romeo, que bucea entre sonidos de sintetizadores y formatos informáticos para explorar las múltiples capas del diseño sonoro. Romeo pretende realizar una instalación sonora en una selva; al preguntarse y discurrir por el emplazado, se pregunta inevitablemente por el vínculo entre arte y paisaje, investigación y búsqueda que se traslada en cámara a una conversación que mantiene con una artista visual, que es también su madre. A través de una acertada decisión de planos y contraplanos para el registro conversacional entre Romeo y Carmen –el hijo la interpela con preguntas, ella responde mientras pinta, alejada de toda figuración, una selva– se van deslizando conversaciones que contienen teorías y elaboraciones abstractas sobre la creación, acerca de las maneras de representar el paisaje y la naturaleza, sobre la necesaria (o no) impronta subjetiva de una obra estética. Las conversaciones harán eco y resonancia a lo largo de la película, en la que devienen otros proyectos truncos del director. Esta elección se transforma, por un lado, en una propia reflexión acerca del quehacer artístico, y de la elección narrativa del film. La historia que seguía de cerca a Romeo y su instalación, y que como espectadores creíamos que iba a mantenerse, desaparece, para dar lugar a fragmentos de películas que pudieron haber sido, a partir de una enunciación desde la primera persona, presentada en breves frases a modo de intertítulos que se solapan sobre las imágenes, y reflexionan sobre las decisiones formales y narrativas del film. Una película sobre la obra de Romeo, que se transforma en la crónica de una ruptura amorosa, para devenir en breves retratos fílmicos de Philipp Hartmann, a quien el director sigue de cerca mientras filma ríos de Brasil. El documental se despliega y ramifica, como la vegetación en la que Romeo pretende montar la instalación sonora que no concreta y, como el largometraje, se vuelve una obra postergada, eternamente inconclusa. La heterogeneidad de historias y el viraje hacia la primera persona podría resultar confusa; sin embargo hay un relato aunador que es la naturaleza. Viajes, paisajes, animales, ríos, nieve, árboles, bosques. El arte no debe transformar a la naturaleza. Lo que importa es cómo la naturaleza te transforma a vos. La frase la dice Carmen en las escenas iniciales del film, mientras habla con su hijo. Su impronta resuena en el recorrido de la película. Esa transformación parece atravesar tanto al director como al proyecto fílmico que finalmente resulta. La música original, compuesta por Romeo, acompaña como un cuerpo celestial, a modo de retrato paisajístico, las maneras de filmar naturaleza y territorio.