por Mercedes Orden
Hace casi sesenta años esa pregunta iniciaba la carrera cinematográfica de Andréi Tarkovski. En su ópera prima La infancia de Iván (1962) el director ruso aprovecha un trabajo por encargo para llevar a cabo su primera reflexión sobre la guerra entre alemanes y soviéticos teniendo como punto de llegada una visión pesimista acerca del sinsentido bélico. Tarkovski no pone su atención en el enfrentamiento ni en la corporalidad en combate sino en sus consecuencias. En la misma dirección —junto a otros/as directores rusos-soviéticos como Elem Klimov y Larisa Shepitko— se puede pensar Atlantis, de Valentyn Vasyanovych quien posiciona su eje en la destrucción. Un futuro cercano se presenta donde la guerra en Ucrania acaba de finalizar. Verbo puesto en cuestión cuando lo traumático se exhibe entre suicidios, insomnios, recuerdos de asesinatos y restos humanos que vuelven a salir a la luz.
Vasyanovych se interroga sobre la dificultad. Allí ubica a dos compañeros que intentan volver a la vida normal anterior a participar en la guerra, la evocan, pero todo parece haber cambiado su rumbo. La sensación de estar volviéndose loco acompaña a uno de ellos dentro de una fábrica metalúrgica que, así como en la zona de combate, lo obligan a la alienación. En tanto obrero y soldado, el hombre pierde la subjetividad por partida doble, pasa a ser un número, a regirse bajo la categoría de disciplina de ambos escenarios. No puede dormir, tampoco estar vivo en ese estado insoportable. Junto a él está Sergey (Andriy Rymaruk) cuyo modo de habitar el mundo no parece mucho mejor y los días pasan como una mera continuidad mientras se pregunta y pregunta a los demás acerca de cómo era todo antes, con la certidumbre de que aunque escape de ese espacio, no puede salir de la situación donde ha quedado inmovilizado.

En Atlantis, los planos fijos congelan a este último personaje dentro de un presente en que ha quedado estancado. El futuro que propone el film cobra una forma similar al pasado, pero cobra una forma post apocalíptica. Se corporiza como una máscara de este, como mera repetición. La pantalla gigante donde se observa desde la distancia al dueño de la fábrica informar que la misma cerrará sus puertas a causa de una «reconstrucción», entrega una dosis de modernidad, ante obreros que, a modo de La última cena, beben y comen. En medio de este banquete con imágenes de Dziga Vertov proyectándose de fondo, ellos comprenden que parte de las derrotas post guerra está en el cierre de fabricación nacional, como plan de Estados Unidos para eliminar a su competencia. Estupefactos en esta temporalidad que los atrapa y sin visión de futuro próspero, ellos llegan a la conclusión de que ese lugar —sea a causa de la pérdida de puestos de trabajo, o por la contaminación del agua y la tierra— ha quedado inhabitable.
Distintos interrogantes acompañan a Sergey. A saber: ¿Cómo se convive con las muertes y se rellena el silencio? ¿Cómo se avanza en un territorio minado de cadáveres que esperan ser exhumados? Para Vasyanovych la guerra terminó, la guerra sigue. Continúa en el imaginario colectivo, en los recuerdos cercanos, en la incapacidad de reconstrucción de los hombres y mujeres, pero también de una ciudad donde la única alternativa de supervivencia parece ser el autoexilio, aunque no haya un lugar donde se pueda estar a salvo de la memoria y del peso que implica abandonar la propia tierra.
La falta de cierre de las propias historias avanza en paralelo a la dificultad de Sergey para adaptarse al nuevo presente y elaborar los hechos traumáticos en un escenario gris que no establece respuestas acerca de lo ocurrido. Estado que se quiebra cuando, en una misión junto a los Tulipanes Negros, el protagonista conoce a Katya —una paramédica que anteriormente estuvo en la guerra socorriendo a quienes podían sobrevivir y ahora vuelve por quienes han dejado atrás—. Es ella quien condensa en una afirmación su propia interpretación del contexto a la vez que le entrega una lección: «Permitimos a los muertos despedirse de sus parientes. Que pongan punto final a su historia y a su guerra es importante». Es en las conversaciones junto a Katya (Liudmyla Bileka) que Sergey logra poder simbolizar lo vivido y es en ellas, también, que Vasyanovych hace la diferencia puesto que no es el pesimismo el punto de llegada, sino que esboza una esperanza, caminos alternativos para escapar de tanto dolor.
En mundos distópicos y en este donde centenares de imágenes de heridos y fallecidos en Palestina llegan a diario, la idea de la última guerra en el mundo parece algo lejano. Entretanto, aún hacen falta más obras como Atlantis que se corran del enfrentamiento espectacular hollywoodense, se paren en el tiempo posterior y evalúen las consecuencias heredadas por un puñado de hombres que se creen dueños de los territorios y de nuestros destinos.