#8M DE MUÑECAS Y MONSTRUOS. ESCRIBE: ROCÍO MOLINA BIASONE

por Rocío Molina Biasone*

Ten cuidado, porque no tengo miedo y, por
tanto, tengo poder. Vigilaré con la astucia de una
serpiente, y te morderé con su veneno. Hombre,
te arrepentirás del daño que me infliges.

Frankenstein o El moderno Prometeo,
Mary Shelley
(1818)

Lo único que no puedo perdonarle a una película es que me deje sin palabras. El cine vale la pena cuando nos deja más preguntas que respuestas. O, mejor aún, nos deja las preguntas necesarias para llegar a respuestas que no sabíamos que estábamos buscando. El cine, arte popular y colectivo, tiene la capacidad de nutrir e instigar grandes y pequeñas conversaciones. Y es por eso que el cine puede servir como herramienta para pensar el estado actual y futuro del movimiento feminista.

Todo esto va a ser una verborragia, un desahogo. La que avisa no traiciona.

Quiero empezar por decir que me parece infructífero y perezoso el esfuerzo por determinar si una película es feminista o no. En su mayoría, las obras de arte no encuadran perfectamente con etiquetas ideológicas, ni las necesitan. Lo que sí diría es que toda película puede pensarse desde el feminismo. Por eso, quiero pensar a Barbie y Pobres criaturas desde el feminismo para, al fin y al cabo, tratar de interpretar qué nos dicen estos fenómenos culturales sobre el estado actual del movimiento.

Hago hincapié en esto último, porque no me interesa tanto hablar de la calidad cinematográfica o narrativa de estos largometrajes. Ambos tienen grandes méritos muy diferentes, pero debilidades muy similares. Lo que quiero es abordarlos como eventos culturales que suscitaron una reacción enorme en ese mundo bis que son las redes sociales (aunque la conversación sobre Barbie sin duda haya sido a mayor escala). Las dos obras tuvieron recepciones acaloradas, ya sea de aprecio, de desprecio, de desilusión, de incomprensión: todo menos neutralidad. Lo que sí percibo es un apuro por dar un veredicto. Acudir a las redes a dictar sentencia cinco minutos después de haber salido de la sala de cine. O bien dedicarle una cantidad ridícula de tiempo, sudor y lágrimas, durante varios días, a hablar de una película que detestaste, sin nunca reconocer que, evidentemente, te está haciendo pensar.

Feminismo®

Como cualquier feminista argentina nacida y criada en pleno menemismo, la llegada de la película de Barbie me emocionaba. En ese entonces no entendía bien por qué, pero hoy algo me va cerrando: desde el último gran hito para nuestro movimiento en Argentina, la aprobación de la ley IVE, y a raíz de la atomización social que nos dejó por la pandemia, la unidad entretejida por el feminismo argentino se fue descosiendo, permeada por las contradicciones, desacuerdos y diferencia de lecturas de las diferentes facciones. Barbie se presentaba como un posible momento ritual para unirnos todxs a hablar de lo mismo, una comunión rosa y verde, una potencial sátira que nos permitiera tomarnos un poco en chiste.

Por supuesto que esta era una esperanza ingenua, y es de por sí un síntoma del momento histórico en el que vivimos: ¿por qué esperamos a que Mattel y Warner vinieran a ofrecernos una plataforma de debate para el futuro de nuestro movimiento? Si bien fue una película que disfruté, al salir de la sala me acompañaba una amargura, esa sensación que te agarra cuando sentís que un poco se están aprovechando de vos. Los días posteriores al estreno mundial reafirmaron esto, cuando distintas escenas, como el monólogo de América Ferrara, se viralizaban en las redes en sus recortes tan cómodos, tan pensados, tan diseñados para eso.

Me incomoda sentir que terminamos aceptando que se difunda el caparazón, la versión plástica en todo sentido, del discurso feminista que nos venden los grandes capitales. Porque la historia de Barbie no es sobre la conquista de derechos, el cambio de paradigmas, una revolución de mujeres. Es la historia de una hazaña por recuperar el statu quo (de Barbieland) que, de hecho, consiste en la opresión de los Kens. Se siente casi como una burla. El equipo detrás de Barbie nos dice “el mundo real es imposible de cambiar sustancialmente, mejor concéntrense en volver a reinar en el mundo de fantasía donde ustedes mandan; un mundo que, por supuesto, diseñamos nosotros”. En el mundo real, la salvación será únicamente individual.

De nuevo, no cabía esperar otra cosa que Feminismo® de una superproducción de Mattel y Warner Bros. De haber esperado algo muy distinto, hubiera sido una falla en nuestra calibración de expectativas. No por eso deja de ser angustiante ver el esfuerzo que hace una gran parte de la industria cultural para darnos obras cerradas, impermeables, que no alientan el pensamiento sino más bien el acatamiento de consignas. Con Barbie no creo que lo hayan logrado, aunque tuve más de un intercambio infértil donde, al exponer lo que a mi entender son puntos flacos de la película, la respuesta fue “pero de eso se trata Barbie, ¡de que siempre nos van a criticar por nuestras imperfecciones!”. La crítica imposibilitada por un astuto juego retórico. Me saco el sombrero con Gerwig por esta jugada maestra, pero no puedo sonreír ante la idea de un feminismo cerrado. Para que el feminismo sea inclusivo, el debate debe ser abierto. No existen las obras de arte , ni siquiera por el género de sus autorxs.

Una mostra

Difícilmente sea casualidad que Frankenstein o El moderno Prometeo haya salido de la cabeza y la pluma de Mary Shelley, hija de la filósofa Mary Wollstonecraft, feminista antes del feminismo. La idea de un cuerpo, una existencia, que desafía las leyes de la naturaleza (o las leyes que se conocían) no es una ocurrencia descabellada para una joven escritora en una época donde las autoras mujeres se contaban con los dedos de una mano.

Aunque Pobres criaturas es una adaptación de la novela homónima de Alasdair Gray, la inspiración original de esta historia se encuentra indiscutiblemente en la que se considera la primera obra de ciencia ficción. Al igual que Barbie, se trata del camino de autodescubrimiento de una mujer que no es del todo mujer.

Por supuesto que se tratan de caminos muy distintos, aunque ambas salen y recorren la primera porción de su viaje en compañía de un hombre. Barbie sale al mundo real siendo ya una figura pública, un ícono, un significante sobre la cual ya se han proyectado mil significados a través de las décadas. Bella, en cambio, es una completa extraña (para todos menos para el viudo-padre que dejó atrás) que sale a descubrir el mundo y descubrirse de cero, sin las preconcepciones ni los códigos de la misma época (¿victoriana?) que habita.

Fuera de su cuerpo plástico, Barbie es pura retórica. Como si de una inteligencia artificial se tratase, puede hablar de “fascismo”, las películas de Zack Snyder, de genitales (a pesar de no tenerlos), de la muerte (a pesar de ser una muñeca) o decir cosas como “Kenland lleva en su seno las semillas de su propia destrucción” (una reversión de la cita de Marx en una película concebida por una corporación, sí), sin realmente haber tenido algunas de las vivencias por las cuales un ser humano logra adquirir estos conocimientos. En eso, Herzog tiene razón, Barbieland es un infierno. Todo discurso y superficialidad, cero experiencia y vísceras. Por eso lo que tiene Barbie es un shock de realidad: ni siquiera había presenciado lo que es envejecer.

Bella, por su lado, también sale a un mundo bastante distinto de la mansión en la que creció con su creador-padre Godwin Baxter. Pero Bella es todo lo contrario de Barbie: carece de casi cualquier concepto, es pura visceralidad, impulso, sensorialidad. Ese ha sido su único acercamiento al mundo y su coming-of-age implica justamente un enriquecimiento discursivo e intelectual. Adquiere lenguaje y conocimientos, de la experiencia, sí, pero también de los libros y la puesta en común con otrxs.

Diría que con Pobres criaturas terminé de entender lo que me dejó insatisfecha con Barbie. Por algún motivo, esperaba que Barbieland fuera un mundo que funcionara como espejo del juego de lxs niñxs. Es decir, como espejo del uso que en la infancia les dábamos a las Barbies. Hora de confesión: a los seis años yo no jugaba a ser presidenta, científica, o sentenciar leyes con mis barbis. Tampoco jugaba a pasear por el barrio y saludar a otras muñecas o juguetes. Es más, diría que mis barbis performaban como Bellas. Y las historias que se escribían en el juego tenían más que ver con Barbie también puede estar triste (2001) de Alfonsina Carri que con la versión de Gerwig. Amor, desamor, sexo (en mi limitadísima concepción), traición, humillación. Más parecido a una telenovela que a una sitcom.

Pero Barbieland parece más una fotocopia del oasis que un robot imagina que queremos las feministas. Todo el arco de presentación, conflicto y resolución en la vida plástica me remite más a lo que pasaría si dos treintañeras se juntaran a jugar a las barbis de forma “irónica”. ¿Quizás esto buscaba Mattel?


Aguja e hilo

En ambas películas, los esfuerzos o metas colectivas hacen su aparición, mas no son centrales para la trama, la búsqueda de la protagonista, su crecimiento, su “elevación”. En el capítulo de París de Pobres criaturas, Bella empieza a asistir a encuentros socialistas con su amiga y amante Toinette, pero nunca llegamos a verlos. Bella expresa su deseo de que el prostíbulo se maneje de una forma más horizontal donde las trabajadoras puedan decidir a quién atienden y cuándo, pero la dueña descarta sus sugerencias. Bella sufre desconsoladamente al descubrir que hay gente muriendo de hambre a meros metros de donde ella come rodeada de lujos: pero al correr a asistir a los desamparados, se choca con una escalera rota (¿por la sociedad o por el autor?). Al final, Bella se transforma en la dueña: de su propia vida, del laboratorio de su padre-creador, de la mansión y de los monstruitos que la rondan. De todo menos de la historia.

En Barbie, si bien las chicas se unen y trabajan en equipo para recuperar el control de Barbieland, esta hazaña no es más que, como dije antes, la recuperación de un viejo orden. El camino de Barbie es uno de emancipación, que la heroína hará con ayuda, pero sólo para sí misma.

Y nada de esto es sustancialmente incorrecto o indeseable, pero sí me surge la pregunta de si esta especie de “crisis” que estamos atravesando del feminismo no se está viendo reflejada en la incapacidad de pensar una emancipación colectiva, esfuerzos interseccionales por lograr conquistas inéditas que si no rompen el statu quo, al menos lo tuerzan. O si quizás el único feminismo que perduró para las nuevas generaciones es el feminismo corpo, el que está en TikTok, el que evita las áreas grises, el que se quiere presentar como una nueva hegemonía, pero que sólo cambió la paleta de colores y algunas reglas superficiales que afectan únicamente a la primera capa de la comunicación.

Aunque, si ampliamos la mirada y pensamos lo que sucede en ese cine más visible, el que llega a los Oscars, el fenómeno del individualismo no parece limitarse a las historias que se centran en personajes femeninos. La única película nominada al premio de la Academia que relata algún esfuerzo colectivo, organizado, que requiere de varios sujetos actuando en pos de un mismo objetivo fue Oppenheimer. Es decir, una película que muestra un esfuerzo colectivo en pos de crear armas nucleares que tienen el potencial de destruir el mundo entero.

Si entonces nos propusiéramos analizar el discurso que nos está proponiendo el cine mainstream como si de un todo se tratase, entenderíamos que nos está dando un claro mensaje: el único camino de verdadera emancipación puede lograrlo el individuo en su búsqueda personal. Los esfuerzos colectivos son deseables únicamente para la guerra o para restituir el Orden a un mundo.

Toda esta divagación quizás sea únicamente para expresar una gran preocupación: lo lograron. Lograron absorber el feminismo para rebrandearlo y venderlo como una forma más de autosuperación y, a la vez, como la ilusión de una nueva normalidad que sólo existe para la créme de la créme empresarial, o para la cara más visible de Hollywood. Presiento que, con la gran ayuda de las redes sociales, este rebranding haya alcanzado con éxito a la juventud argentina. Y que, incluso para la juventud del país donde hace sólo algunos años surgió el sismo verde que sacudió al resto del mundo, hoy el símbolo del movimiento de mujeres es el discurso del personaje de América Ferrera.

Temo no equivocarme cuando digo que, quizás, excepto para un círculo de intelectuales y militantes —relativamente pequeño si se contrasta, en números, con el resto del país—, para el imaginario de la mayoría, hoy el feminismo es Barbieland: algo que no es de carne y hueso, que deslumbra con colores, que es inaccesible para ellxs.

Creo que el feminismo no puede ser ni Barbie ni Bella. Un movimiento no puede ser ni puramente retórico ni puramente vivencial. Necesita de ambas partes y de muchas más. Por eso me interesa tomar la idea de un monstruo de Frankenstein, compuesto de órganos y partes de distintos cuerpos; o de un cyborg, parte humano, parte máquina. Un cuerpo abierto hecho de mil cuerpos, con piezas removibles y modificables, que esté dispuesto a incorporar órganos nuevos.

Sí, creo que el feminismo necesita volver a recomponerse, a agarrar las partes sueltas e inertes y coserlas, engramparlas, sellarlas, para volver a ser el monstruo interseccional rebelde, con un pie plano y otro en punta, con un cerebro parte adulto parte infante, con mucho apetito y muchas preguntas.

Porque sólo un monstruo puede contra otro monstruo.

*Rocío Molina Biasone (Buenos Aires, 1994) es crítica de cine y traductora. Estudió Dirección cinematográfica en la Universidad del Cine y Traducción de inglés en el IES en Lenguas Vivas “JRF”. Redactó críticas de cine para varios medios y fue coeditora de
Revista Caligari hasta el año 2020. Actualmente se dedica a la traducción literaria y audiovisual de inglés e italiano.

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