#8M MEZCLA RARA DE PENÚLTIMO LINYERA. ESCRIBE: CANDELARIA CARREÑO

por Candelaria Carreño*

Pampa llana, larga, extensa, yerma, y  cuando el viento juega a favor, pampa húmeda. Pampa y la vía: dos elementos que José Américo Ghezzi, o Bepo, conoce a la perfección. En sus años mozos, croteaba. Un cuarto de siglo caminó, croteando, junto a grupos de linyeras. Crotear, usan el verbo en la película, y suena a un lenguaje casi mágico, una reivindicación de la figura del vagabundo: del crotear como sinónimo de libertad, del crotear que entendía que la única jaula de encierro posible, era el universo. La figura de Bepo es reconstruida a través de los relatos de sus amigos, y de sus andanzas de linyera narradas en primera persona, volviendo sobre sus pasos y su tiempo, cuando había dejado de lado toda consolidación de vida burguesa –y con esta, amigos, casa y amores– para buscar otras maneras de hacer frente a un mundo que tiende –más, cada vez más– a la acumulacion indiscriminada de bienes y dinero. Un relato coral cargado de palabras que avanza acompasado, como el mono de tela que cuelga y se bandea de lado a lado, sostenido por la espalda y los pasos de los linyeras. Como toda comunidad que hace carne el peso identitario de ser afirmándose en sus usos y costumbres, logra su propia codificación de expresiones –los linyes, el monito, el verbo crotear– amasadas al calor de las horas de caminata y de subidas intempestivas a un tren en movimiento, yendo hacia ningún lugar. Codificación que se recupera sólo por relatos orales, forma de la palabra que se vuelve gaseosa, difusa, al no tener la perdurabilidad de lo escrito, análoga a un andar nómade y antisistema. En los planos de ¡Qué vivan los crotos! (Ana Poliak, 1990) resuena el uso del término libertad – hoy en día malogrado, un animal silvestre con el pelaje estropeado por el maltrato– y sus ecos atraviesan slogans inescrupulosos escuchados en la actualidad. Condensar palabras gaseosas en planos para la memoria, palabras de una comunidad que ya es rara avis en un mundo atravesado por (algo)ritmos vertiginosos, perdurabilidad efímera que revive en los minutos de proyección de la película. Así vuelven los recuerdos de Bepo y los suyos, y con ellos ese mundo libertario que dejaron atrás. Quien retrata detrás de cámara es Ana Poliak, hija díscola, anticipada y algo marginal, del cine argentino de los `90.

Un plano medio filma a Bepo con la mitad de su rostro en sombras, hacia el final del largometraje; cuenta que ya había caminado casi media Argentina. En el último tiempo, buscaba al Francés, a quien vuelve una y otra vez en su historia, su maestro de vida. Del relato actual, pasamos a un plano donde un joven descansa al lado de la vía, molino y estación de ferrocarril lo secundan. La película va y viene, entre temporalidades donde se relatan recuerdos, y otras con puesta en escena, teatro de la ficción que sucede en el pequeño pueblo de Tandil del cual es oriundo Bepo. Hasta que los dos mundos se encuentran: cuando despide a su maestro –de quien no sabemos bien si fue un invento privilegiado o un privilegiado encuentro del camino– y con él, al recuerdo de sus días de croto. Vemos a Bepo en medio de unos pastos altos, levanta y agita la mano a modo de saludo, seña con la cual, según cuenta, se reconocían entre linyeras. En fuera de campo escuchamos el ruido de un tren, imaginamos que allí se posa la cámara ya que está en movimiento y en el plano siguiente, tomará otro punto de vista, el del protagonista. Desde allí, vemos pasar, devolviendo el saludo, a un montón de linyeras ficticios, o más bien, los linyeras del recuerdo, trepados a los vagones del gigante de hierro con locomotora a vapor, que en sus extendidos de vías y rieles traza una cartografía de nuestra propia historia, cargada de coloniaje, con sus zigzagueantes traqueteos de ciclos económicos y políticos. Bepo los despide, a la vera del camino, sonriente. También, es la manera de la película de despedirse de ese periodo de la vida del personaje: cuando el protagonista vuelve a su tierra natal, como hijo pródigo y esperado. Con una propuesta insolente, afilada y que no deja de apelar a una fibra sensible, en ¡Que vivan los crotos! se mezclan tiempos, géneros, relatos y narrativas, incluso elementos de la dramaturgia, sin caer en sentimentalismos vacuos. Teatro y puesta en escena develan un guión deliberadamente impuesto, porque allí es donde reside el secreto de la oralidad y testimonio: poner en palabras lo que se amó, vivió, dolió, pasó. ¿Qué otra lectura podría hacerse, del hombre que, parado en medio de la habitación, se anima tímidamente, a confesar amor por un amigo que elegía una vida al margen? El uso de las luces y las sombras, entre penumbras y luz, en su figura, durante las escenas finales, lo descarnan aún más que su vestimenta en mangas de camisa. ¿O la mujer, sentada en su cocina, que cuenta que aún recuerda con emoción, el beso en la mejilla que le dio a Bepo, años después de su despedida? Costos de la libertad que no se pagan con dinero, sino con una vida que se construyó alejada de afectos cercanos.  

Volver sobre las películas de Ana Poliak implica un ejercicio de corazón a cielo abierto. Quizá sea por la manera que tiene de acercarse a universos masculinos desde un ángulo punzante y tierno –las conversaciones de los empleados del bowling en Parapalos (2004), la confraternidad entre linyes en ¡Que vivan los crotos! (1990) – o de una destreza compositiva en los planos, y sobre todo, en el montaje de sus películas, tan disímiles como pujantes entre sí. Quizás sean estas características lo que abriga en su filmografía. O tal vez, es justamente lo contrario lo que las vuelve particulares: algo intraducible, algo que al poner en palabras se nos escapa, y no podemos más que acercar un tímido balbuceo. Mirar el cine de Ana Poliak –sobre todo hoy– es como quedar a la intemperie, bajo un cielo frío y apabullantemente pampeano un buen rato, y luego sentir que a una la (a)cobija algo parecido a la libertad –ambigua, áspera, con claroscuros matices– a la que refieren los crotos que retrata en su película. 

*Candelaria Carreño. Licenciada en Artes y profesora (UBA). Desde 2017 escribe crítica de cine, colaborando en diferentes medios como Registro Documental, FanCine, Correspondencias Cine, Revista Caligari, La Tierra Quema, Revista Encuadra, La Vida Útil. Es co-editora del espacio La Rabia Cine, junto a Alexandra Vázquez y Karina Solórzano, espacio de crítica de cine feminista de alcance latinoamericano.

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