por Nicolás Noviello
Hay sentimientos que maceran en lo más profundo de nuestro cuerpo. Sentimientos y recuerdos que se pierden en el interior de nuestros órganos vitales, de nuestros intestinos. Por más que los olvidemos quedan allí, como toxinas, residuos tóxicos que nos producen sensaciones inexplicables. Si el cine sirve para ver aquello que con nuestros ojos no podríamos observar, Matar a la bestia se propone dar sonidos y texturas a esos tormentos infilmables.
Matar a la bestia es el primer largometraje de Agustina San Martin, quien ya había participado del festival de Mar del Plata con su cortometraje Monstruo dios (2019). En aquel cortometraje San Martín ya demostraba su preocupación por filmar con inquietante extrañeza los postes de luz, antenas y torres de cables que nos rodean en la ciudad, pero que parecen objetos invasores en los pueblos. Monstruo dios logra encontrar nuevos símbolos religiosos, los tótems de la modernidad, en donde hoy radica la omnipresencia de lo ominoso. Matar a la bestia, no sólo confirma esto, si no que lo toma como una cosmogonía de la cual aferrarse, un terreno fértil para trabajar en su nueva búsqueda: cómo filmar el despertar sexual de una joven de 17 años.

Emilia, la protagonista, viaja a Misiones en búsqueda de su hermano desaparecido. Parece que algo le pasó a él, parece que algo pasó entre ellos en el pasado, parece que su madre murió, parece que una bestia acecha en la selva. Hay muchos «parece» en muchos guiones que no escribió Mariano Blatt, pero más adelante volveremos sobre los de esta película. Lo que importa está en cómo a través de las imágenes y sonidos la película se adentra en el interior del cuerpo de la protagonista. San Martin no hace una ficción sobre el espacio de Misiones, sino que utiliza el espacio para hacer una película, porque en ese lugar cree encontrar las imágenes que busca. Lo mismo sucede con el sonido. Mas allá de la marteliana tormenta que se avecina y sus escopetazos o los susurros incansables, el colchón sonoro del film es un órgano eclesiástico con un ritmo pop que proviene de una iglesia con una cruz que titila como si fuese la marquesina de una discoteca diurna para vampiros. Lo que en Monstruo dios se presentaba como la radiación de una metafísica ahora se expresa como la contaminación que el cuerpo sufrió por haber estado expuesto.
¿Cual es la forma del deseo, del apetito y del despertar sexual? Para San Martín es Matar a la bestia. Y tiene lógica pensar en otras como alguna transformación monstruosa de Junji Ito, como Tomie. El problema pareciera surgir en la piel de la película, las paredes de ese cuerpo que habitamos al sumergirnos en Matar a la bestia son elásticas, pero corren constantemente el riesgo de disolverse. Es decir, al igual que la piel humana, la piel del film debe gozar de una buena salud del tejido conectivo y no someterse a constantes y bruscas manipulaciones que la desgarren. Matar a la bestia todo el tiempo se somete a esa dosis de manipulación que mantiene al espectador expectante, mediante el sonido, los «parece», los simbolismos. Por momentos une no sabe si una escena le resulta sensual, o solo son los cuerpos hegemónicos que danzan en la película. Sin embargo es allí donde pareciera moverse el interés de su directora: encontrar los límites de su cine, y es por eso que también allí radica lo interesante de su película. ¿No es acaso esa la incomodidad del despertar sexual? La cantidad de imposiciones que nos inundan día a día en cuerpos de publicidades, miedos por las cifras de femicidio que aparecen en la tele y todos los «parece» que se susurran en nuestros oídos y celulares. Eso es lo que se busca y basta ver la escena del climax de Emilia para confirmarlo.
Repensar esas imposiciones, descreer de la pureza que se pierde, los aromas a rosas y las mariposas en el estómago es el logro. Quizás sea válido señalar y pensar lo problemático de la edad de la protagonista. Resulta extraño pensar a los 17 años un despertar sexual, no imposible, pero esto habla de una imposibilidad para pensar o discutir en el cine realmente sobre cuerpos adolescentes y un pensamiento algo conservador, como el que dice que en la escuela no hace falta educación sexual. Que la educación sexual no venga de R-Wey o Crepúsculo tiene que ser una preocupación del cine y también de su discusión posterior.
Argentina, 2021 Dirección, guion: Agustina San Martín. FOtografía: Constanza Sandoval. Director de Arte: Agustín Ravotti. Edición:Ana Godoy, Juan Godoy, Hernán Fernández, Agustina San Martín. Sonido: Mercedes Gaviria Jaramillo. Música: O Grivo. Producción: Diego Amson, Lucila de Arizmendi, Aline Mazzarella, Matheus Peçanha, Florencia Rodriguez, Dominga Ortúzar, Santiago Carabante. Compañía productora: Caudillo Cine, Estúdio Giz, Oro Films. Intérpretes: Tamara Rocca, Ana Brun, Julieth Micolta, Sabrina Grinschpun, João Miguel. Duración: 79 min. |
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